César Coca / Bilbao
Las políticas puestas en marcha en los últimos años se consolidarán si la crisis económica no es demasiado severa; su ampliación parece más lejana.
La Ley de Dependencia tiene un amplio catálogo de prestaciones que irá poniendo en marcha a lo largo de los próximos años. /Archivo.
España deberá hacer frente en los próximos años a las consecuencias derivadas de una peculiar situación demográfica: un rapidísimo envejecimiento, que obliga a gastar mucho dinero en atención sanitaria, pensiones y ayudas en concepto de dependencia, y un repunte de la natalidad, debido sobre todo a los inmigrantes, que llenará en breve escuelas y universidades. Ese aumento del número de nacimientos permitirá dentro de dos o tres décadas sostener el gasto derivado del gran número de ancianos que vivirán entonces en el país, pero a corto plazo implica más esfuerzo para las arcas públicas. El Gobierno que salga de las urnas el 9 de marzo tendrá que afrontar un problema que nunca se había planteado de forma tan cruda: los flancos que deben ser cubiertos por el Estado del Bienestar crecen y no hay ninguna posibilidad de que la demografía repare por sí misma la situación, al menos antes del año 2030. ¿De dónde sacar los recursos necesarios para todos esos capítulos? Y sobre todo, ¿es posible hacerlo cuando las promesas electorales hablan de recorte de impuestos o de mejorar unas prestaciones que deberán llegar cada vez a más personas? El diagnóstico que se deduce de los datos no es alarmante, según los expertos, pero sí debe ser tomado muy en serio. Tanto que deberían empezar a rechazarse algunas frivolidades de uso común.
El Estado del Bienestar es aún débil en España. El gasto social de las diferentes administraciones se sitúa en torno al 24% del PIB, sensiblemente por debajo de la media comunitaria. Si se exceptúan los países de reciente incorporación a la UE y la comparación se limita a los 15 que la formaban en el momento de la puesta en circulación del euro, España está segunda por la cola, tras Irlanda. De hecho, sólo en prestaciones de desempleo se supera la media comunitaria. En todo lo demás, el gasto es inferior. Medido en euros por persona, el Estado -incluidas todas las Administraciones- gasta en un ciudadano al cabo del año una tercera parte de lo que Luxemburgo invierte en uno de los suyos. Es la comparación que mejor refleja la realidad.
Efecto del envejecimiento
Esa suma deberá incrementarse de forma sustancial en los próximos años, no para mejorar el nivel de protección sino simplemente para mantenerlo. La demografía, que jugó un papel tan favorable a los intereses de la economía española en los últimos cincuenta y los sesenta, muestra ahora la otra cara de la moneda: la de un envejecimiento de la población de dimensión inédita: cada año, 400.000 personas cumplen los 65 y a mediados de siglo una tercera parte de la población habrá superado esa edad. Hoy, por cada cien personas en edad de trabajar (aunque no lo hagan) hay 25 jubilados. En el ecuador de la centuria, serán 56.
Un dato acerca de lo que puede suponer el envejecimiento sobre las pensiones: en los diez años transcurridos entre 1998 y 2007, con una presión demográfica mucho menor, el gasto en ese capítulo ha crecido un 74%. El Pacto de Toledo sentó las bases para garantizar la estabilidad financiera del sistema público de pensiones hasta el año 2015. La bonanza económica de los últimos años, que se ha traducido en contrataciones y por tanto nuevas cotizaciones a la Seguridad Social, sumada a las aportaciones adicionales al fondo de reserva creado en 2000 y que supera ya los 40.000 millones de euros, permite -si no se produce catástrofe económica alguna- tener la seguridad de que las pensiones están garantizadas hasta 2020.
Pero como sucedió con el Pacto de Toledo, que se planteó como una forma de sostener el sistema al menos durante quince años más, la próxima legislatura debería ser el momento de sentar las bases para extender la prestación más allá de esa fecha. Los especialistas no creen que aumentar los recursos conduzca a la quiebra. Francisco Javier Braña, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Salamanca, destaca que Italia dedica el doble de su PIB que España en pensiones, y su economía no se ha resentido por ello. Es la prueba de que el sistema puede dar más y mejores pensiones, aunque se alcen algunas voces, en general desde el ámbito más liberal, alertando sobre el peligro de la quiebra.
Educación
Comparando con el gasto en pensiones, los fondos destinados a la educación son un asunto menor: 45.000 millones de euros frente a los 78.000 que van a parar a la nómina de los jubilados. El gasto educativo desciende ligeramente en España, medido en términos de PIB. El año pasado supuso el 4,36%, cuando diez antes era el 4,52. Durante dos décadas, ha sido posible aumentar el dinero destinado a educación por alumno y al mismo tiempo rebajar su cuantía en términos de PIB porque las aulas se estaban quedando vacías. Pero el número de niños matriculados en los colegios ha vuelto a aumentar, de forma que mejorar los recursos educativos requerirá de fuertes inversiones. Además, no se puede olvidar que cuando el equipamiento de un aula era una pizarra, unos mapas y una pequeña biblioteca la inversión para reponerlo era muy baja. Cuando es preciso renovar cada cinco o seis años los ordenadores de todo el colegio (además de seguir comprando libros para la biblioteca) las inversiones necesarias crecen en progresión geométrica.
El cambio de ciclo puede dar también algún quebradero de cabeza al nuevo Gobierno. El subsidio de desempleo es la única prestación mejor en España que en la UE. Si el paro crece, no sólo es que disminuyan las cotizaciones a la Seguridad Social, sino que se hará preciso aumentar las sumas destinadas a subsidios. Y además el Gobierno, sea del signo que sea, deberá utilizar el Presupuesto para intentar tirar de la economía. «Hay un pequeño colchón de un 1% de superávit público», explica Roberto Velasco, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad del País Vasco, «pero dudo que vaya a haber más dinero para aumentar el gasto social, porque lo urgente será recuperar el tono ecónomico si se pierde». A su juicio, en una situación de crisis, con la consiguiente caída de la recaudación fiscal, sería imposible incentivar la economía mediante una importante inversión pública y al mismo tiempo aumentar el gasto social. Por eso se muestra escéptico sobre la posibilidad de que el Estado del Bienestar se amplíe en los próximos años, en especial si se produce una recesión.
Esa dificultad choca con los compromisos adquiridos. La Ley de Dependencia tiene un amplio catálogo de prestaciones que irá poniendo en marcha a lo largo de los próximos años. Y que se traducen en cuantiosas partidas presupuestarias. La dotación para gasto social aprobada en los Presupuestos Generales del Estado vigentes en 2008 creció el 6,8% y suma 157.000 millones. Una cifra que, según el calendario propuesto por el ministro Caldera, deberá subir a buen ritmo hasta el año 2015 sólo para asumir los gastos derivados de la Ley de Dependencia. En esa fecha, el cumplimiento de esa norma absorberá el 1% del PIB español. Traducido a cifras concretas: una persona dependiente genera un gasto en asistencia que va desde los 343 euros al mes, cuando se trata de un caso de dependencia menor, hasta los 1.650, cuando requiere el ingreso en una residencia, según un estudio de Julia Montserrat, profesora de la Universidad Ramón Llull de Barcelona.
La amenaza del ciclo
Parecen sumas astronómicas, pero aunque se cumplan todas las previsiones de la nueva Ley, el nivel de protección seguirá siendo inferior a la media comunitaria, al menos la referida a la UE de quince países anterior a 2002. Un estudio de Viçens Navarro, catedrático de Políticas Públicas en la Universidad Pompeu Fabra, evalúa en más de 60.000 millones de euros anuales el dinero que España debería gastar en capítulos sociales para equipararse a otros países europeos de similar nivel de desarrollo económico.
Ello obligaría, tanto al Gobierno central como a los autonómicos y las administraciones locales, a asignar nuevas partidas. De hecho, como recuerda Velasco, el Gobierno central sólo decide el 22% del gasto público español (si se exceptúa la Seguridad Social, que es un sistema independiente con sus propias cuentas). Una dificultad adicional, porque las administraciones regionales y locales presentan, en general, un balance menos saneado en sus cuentas que el Gobierno central. Sus recursos serán por tanto menores para hacer frente a los problemas que razonablemente van a aparecer: los inexorables en razón de la demografía, y los derivados de la crisis. Y quizá éstos sean distintos a los temidos. Porque, ¿quiénes irán al paro si llega la recesión? Velasco se atreve a hacer una predicción: en primer lugar, buena parte de los inmigrantes sin papeles y después aquellos trabajadores con la documentación en regla que no admitan realizar su tarea en peores condiciones o con salario más bajo. Es decir, los españoles, porque los inmigrantes, según todos los indicios, estarán dispuestos a seguir trabajando por un sueldo inferior. Y eso supondrá más dinero para subsidios de desempleo.
El futuro del gasto social está vinculado, por tanto, concluyen los expertos, a la curva de crecimiento económico. Si la economía española aguanta bien las turbulencias y emprende de nuevo la senda del crecimiento sostenido, podrá hacer frente al menos durante otra década a los compromisos adquiridos y quizá a alguna leve ampliación de prestaciones. Si la recesión nos alcanza, será preciso recurrir al endeudamiento. Al menos, mientras se pueda.
El sector sanitario, un pozo sin fondo
Uno de los mayores retos para el gasto social en España en las próximas décadas está en la sanidad. A día de hoy, el gasto público en este capítulo alcanza el 5,9% del PIB, casi un punto menos que la UE ‘a quince’ pero dos puntos más que cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas. Un gasto que, según todos los especialistas, va a crecer ineludiblemente por encima de la media del PIB.
Los factores que lo hacen inevitable son varios. Un trabajo del profesor Eduardo Bandrés, de la Universidad de Zaragoza, para el Instituto de Estudios Fiscales, destaca los que tienen mayor incidencia: la utilización creciente de los servicios sanitarios por parte de una población que tiene un nivel educativo superior y una renta media más elevada; los costes cada vez más altos de los equipos y las pruebas de diagnóstico; la ampliación de la cartera de servicios (por ejemplo, los referidos a la salud bucodental o enfermedades de tipo psíquico); y, de nuevo un asunto crucial, el envejecimiento de la población.
La edad de los pacientes es clave para entender qué va a suceder con el gasto sanitario: los mayores de 65 años acuden al médico de cabecera el doble de veces que quienes tienen menos de esa edad, sus ingresos hospitalarios son mucho más frecuentes y la estancia media roza los diez días, mientras para el resto de la población no llega a seis.
Los mayores de 65 años son hoy sólo el 17% de la población pero consumen la mitad del gasto de la sanidad pública española: alrededor de 25.000 millones de euros en lo que es específicamente atención. A esa cifra hay que añadir otros 8.000 millones más de gasto farmacéutico, cuatro quintas partes del que corresponde al total de la población española.
Lo que vale un año de vida
Cada año que pase, hasta mediados de siglo, el porcentaje de mayores de 65 sobre el total de la población crecerá casi medio punto, lo que al reflejarse en el gasto sanitario se traduce en un enorme dolor de cabeza para los gestores. Sólo hay algo que suaviza en parte el problema: el estado de salud de los mayores es mejor ahora que hace veinte o treinta años. De hecho, según los especialistas, la mayor parte de su gasto sanitario (sobre todo, el derivado de ingresos hospitalarios) se concentra en sus dos últimos años de vida. Eso frena algo el crecimiento del gasto, que de otra forma colocaría al sistema de salud en una situación muy delicada a un plazo no demasiado largo.
Un estudio de la Universidad Pompeu Fabra publicado por Farmaindustria, la patronal del sector farmacéutico, ha determinado el gasto sanitario medio necesario para alargar un año la vida de un español: casi 13.000 euros. También se ha calculado lo que alarga la vida cada euro gastado en productos de farmacia: algo más de un día.
En términos estrictamente económicos -todo puede medirse en dinero, incluso una vida-, se trata de un gasto muy rentable, porque el valor de 365 días de existencia de un ciudadano se sitúa en torno a los 30.000 euros. El problema por ello no es tanto la conveniencia del gasto, sino quién hace frente al mismo.
Gasto, gasto y gasto. Este es el horizonte que espera al nuevo Gobierno. Más gasto en todos los capítulos sociales, y en muchos casos no para mejorar sino para mantener lo que ahora existe. «Si el ciclo económico va bien, podrá pagarse a medio plazo. Si hay crisis, habrá problemas serios», advierte Roberto Velasco.